jueves, 6 de noviembre de 2008

Curiosa comarca

Parecía yo estar en una curiosa comarca. Parecía digo porque flotaba entre los que allí habitaban, sin que ellos advirtiesen mi presencia, y podía acercarme cuanto quisiera a ellos sin que se inmutasen. Curiosa era porque los alrededores y las personas parecían un único ser vivo, y mutaban juntos de acuerdo con los acontecimientos, y el ánimo, y recordaban a la Vida misma.

Cuando llegué, era un pueblito pequeño con unas pocas casas blancas, lindas, limpias, organizadas en torno a una plaza central. En ella se concentraban los habitantes formando un círculo, al que decidí acercarme. En el centro del mismo había una joven. Alta, delgada y con unos ojos y un cabello más negros que la noche, guardaba una belleza inalcanzable. Y ella hablaba a los demás, y los demás escuchaban embelesados como ella contaba que iba a traer al pueblo un habitante más. Y ellos aplaudieron, y yo no pude evitar, sin saber porque, unirme al aplauso. Y, gradualmente, la ciudad se fue transformando. Los bosques que la circundaban se fueron volviendo selva, y la fuentecita de la plaza central fue bañada por una enorme catarata, y los pájaros enloquecieron en chillidos, y los mosquitos pulularon, y los monos, y los demás animales. Y los habitantes de aquel lugarejo se volvieron gordos y alegres, y festejaron cada día, y siempre había música. Y la futura madre se paseaba, más linda que nunca, luciendo su panza, que cada vez se veía más grande, con enorme orgullo.

Y llegó el día del parto y unas nubes nublaron el cielo en el momento en que comenzaron los dolores. Y pasaban las horas y la selva parecía morir, y ya no había más catarata, y los habitantes se volvían oscuros y arrugaban la frente. La plaza central se volvió un frío galpón de paredes metálicas con una única puerta, y no había más casas, y los alrededores recordaban al desierto. En el galpón se congregaban los desgraciados, formando un círculo. En el centro estaba la misma joven, pero diferente. Su cara había perdido la gracia, y era el espejo de la desdicha, y sus ojeras llamaban tanto la atención que uno no lograba apreciar sus ojos, ya sin brillo. A su lado yacía un pequeño ser, de pelo negro que parecía brotar hasta de su frente, y con unos enormes, blancos, fríos colmillos saliendo de su deforme boca. Y los demás las miraban torvamente, y hablaban por lo bajo, y ya no aplaudían. Pasaban las horas, y todos seguían allí, y aquella joven comenzó a mostrar abiertamente su desprecio por aquella criatura, así que la alejaba de sí, y no la miraba siquiera. Y fue cuando parecía que todos aquellos morían que la pequeña dio un salto, y clavó sus colmillos, desgarrándolo, en el abdomen de su madre.

Y me desperté sobresaltado a prender una luz, temiendo que, en un instante, aquel engendro saltase sobre mí.

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