jueves, 6 de noviembre de 2008

Ella

Ella no es perfecta. De hecho, se aleja mucho de la perfección. De su poderoso cráneo nace, en cantidades inconmensurables, un pelo negro que llega, tortuoso en su inicio, a unos enormes rulos que sobrepasan sus hombros. Sus cejas parecen unirse, pero saben hablar casi tanto como ella. Sus ojos, aunque tan negros, iluminan, y subyugan, pero de una manera tal que, cuando uno se hace consciente de ello, ya es tarde. Y la más adusta posición de su boca es una segura sonrisa, en los pocos momentos en que no está mostrando al mundo esos dientes, casi blancos, adorablemente imperfectos, asimétricos, y las palabras. Y el conjunto de su cara es grande, y con ese pelo rebelde, es la primera cosa que uno nota al entrar en una habitación. Siempre suya.

Las pocas fotografías que de ella conservo siempre se ven igual. Su imperfectitud, centrada por el brillo de sus dientes, se muestra como una cara grande, morena, siempre riendo, casi tan ancha como sus hombros. Sus ojos negros aparecen sensualmente entornados, pero con una curiosa nota de inocencia. Y la rebeldía de su cabello, que más que nacer parece abrirse paso violentamente desde su interior, enmarca su figura. Y tal esfinge, tan conspicua siempre, es casi majestuosa. Ella me mira cada vez que las veo, y casi me habla, y sus ojos no me permiten derivar mi atención por mucho tiempo al resto de la escena.

La conocí porque es amiga de una amiga, y nos cruzamos los tres por casualidad.

- Hola, ¿cómo estás? – le pregunté.
- ¿Por qué me preguntás eso? No me vas a decir que te importa, si ni me conocés.

Nos reímos. Y nos despedimos, los tres, después de hablar algo más.

Sus manos parecen de goma, y, como sus cejas, son capaces de hablar tanto como ella. Y cuando te señalan, o cuando te tocan, se siente como si el mundo fuese así de pequeño. Sus piernas son extremadamente torpes. Era fácil para mí colocarme, cuando estábamos cerca, de blanco de sus golpes. A los que seguía una breve disculpa. Con lo que su atención caía, otra vez, sobre mí.

Después del día en que nos conocimos nos cruzamos muchas veces, teníamos una amiga en común. Y cada vez fui haciéndome más consciente de que, cada vez que caía bajo su atención, me sentaba yo bajo aquella mirada penetrante y usaba cada músculo de mi cuerpo en forma sinérgica para sostener mi cabeza, mientras sus palabras fluían y yo, en mi fuero interno, no hacía más que desear que aquel momento no acabase nunca. Y su sentido común. Y sonreía estúpidamente, sin lograr argüir nada. Y no me importaba parecer un idiota muriendo bajo aquellos ojos: me importaba solamente que aquel encuentro me proporcionaba anestesia suficiente hasta que ocurriera el siguiente.

Nos encontrábamos en fiestas y reuniones de amigos, y hablábamos, y las horas se hacían minutos, al menos para mí. Yo me iba sin ganas de irme, y estaba seguro de que nos íbamos sin ganas de irnos, y cuando yo llegaba a mi casa demoraba unas horas en lograr dormir. Repasaba cada minuto de diálogo, y los atesoraba, hasta que finalmente me sentía un poco estúpido y dejaba de pensar.

Pasaba el tiempo. Así este transcurría, cuando nos encontrábamos, cada vez me dedicaba más a escucharla. Y como pasaba el tiempo nuestros encuentros se parecían cada vez más a lo que cuento. Y siempre esperaba yo el siguiente.

A veces nos cruzamos. Nos miramos, tristes y un poco incómodos, y saludamos.

- Hola, ¿cómo estás? – le pregunto.
- Bien, ¿y vos?