jueves, 6 de noviembre de 2008

¿Imaginario?

Vienen bajando los emisarios,
Vienen por la bajada del sol,
Galopan, magníficos caballos,
Que ensordecen con sus cascos,
Pero esta vez me alegro yo

No anuncian de proscriptos
El precio de su delación,
Ni olvidos, ni partidas,
Ni flagelos o desolación

Ya van llegando los informantes,
Llega tan curiosa procesión,
Y ante la turba siguen de largo,
Silenciosos, impecables,
Místicos e intocables

No hablan de malditos,
De brujas o de traición,
No hablan de colonias
en una posible rebelión

Hoy buscan y por fin encuentran
A quien el delito cometió
De robar mi autonomía,
Mi canción, mi rebeldía,
Y le entregan mi corazón

Vienen bajando los emisarios,
Saben deslizarse en mi voz,
Galopan, magníficos caballos,
Y anuncian, como a diario,
Pero esta vez me alegro yo

Se funden en una sonrisa
Porque por fin hablan de amor,
y en este, su último galope,
dejan mi imaginario
luego de cumplir con su labor

Hoy buscan y por fin encuentran
A quien el delito cometió
De robar mi autonomía,
Mi canción, mi rebeldía,
Y le entregan mi corazón

Ella

Ella no es perfecta. De hecho, se aleja mucho de la perfección. De su poderoso cráneo nace, en cantidades inconmensurables, un pelo negro que llega, tortuoso en su inicio, a unos enormes rulos que sobrepasan sus hombros. Sus cejas parecen unirse, pero saben hablar casi tanto como ella. Sus ojos, aunque tan negros, iluminan, y subyugan, pero de una manera tal que, cuando uno se hace consciente de ello, ya es tarde. Y la más adusta posición de su boca es una segura sonrisa, en los pocos momentos en que no está mostrando al mundo esos dientes, casi blancos, adorablemente imperfectos, asimétricos, y las palabras. Y el conjunto de su cara es grande, y con ese pelo rebelde, es la primera cosa que uno nota al entrar en una habitación. Siempre suya.

Las pocas fotografías que de ella conservo siempre se ven igual. Su imperfectitud, centrada por el brillo de sus dientes, se muestra como una cara grande, morena, siempre riendo, casi tan ancha como sus hombros. Sus ojos negros aparecen sensualmente entornados, pero con una curiosa nota de inocencia. Y la rebeldía de su cabello, que más que nacer parece abrirse paso violentamente desde su interior, enmarca su figura. Y tal esfinge, tan conspicua siempre, es casi majestuosa. Ella me mira cada vez que las veo, y casi me habla, y sus ojos no me permiten derivar mi atención por mucho tiempo al resto de la escena.

La conocí porque es amiga de una amiga, y nos cruzamos los tres por casualidad.

- Hola, ¿cómo estás? – le pregunté.
- ¿Por qué me preguntás eso? No me vas a decir que te importa, si ni me conocés.

Nos reímos. Y nos despedimos, los tres, después de hablar algo más.

Sus manos parecen de goma, y, como sus cejas, son capaces de hablar tanto como ella. Y cuando te señalan, o cuando te tocan, se siente como si el mundo fuese así de pequeño. Sus piernas son extremadamente torpes. Era fácil para mí colocarme, cuando estábamos cerca, de blanco de sus golpes. A los que seguía una breve disculpa. Con lo que su atención caía, otra vez, sobre mí.

Después del día en que nos conocimos nos cruzamos muchas veces, teníamos una amiga en común. Y cada vez fui haciéndome más consciente de que, cada vez que caía bajo su atención, me sentaba yo bajo aquella mirada penetrante y usaba cada músculo de mi cuerpo en forma sinérgica para sostener mi cabeza, mientras sus palabras fluían y yo, en mi fuero interno, no hacía más que desear que aquel momento no acabase nunca. Y su sentido común. Y sonreía estúpidamente, sin lograr argüir nada. Y no me importaba parecer un idiota muriendo bajo aquellos ojos: me importaba solamente que aquel encuentro me proporcionaba anestesia suficiente hasta que ocurriera el siguiente.

Nos encontrábamos en fiestas y reuniones de amigos, y hablábamos, y las horas se hacían minutos, al menos para mí. Yo me iba sin ganas de irme, y estaba seguro de que nos íbamos sin ganas de irnos, y cuando yo llegaba a mi casa demoraba unas horas en lograr dormir. Repasaba cada minuto de diálogo, y los atesoraba, hasta que finalmente me sentía un poco estúpido y dejaba de pensar.

Pasaba el tiempo. Así este transcurría, cuando nos encontrábamos, cada vez me dedicaba más a escucharla. Y como pasaba el tiempo nuestros encuentros se parecían cada vez más a lo que cuento. Y siempre esperaba yo el siguiente.

A veces nos cruzamos. Nos miramos, tristes y un poco incómodos, y saludamos.

- Hola, ¿cómo estás? – le pregunto.
- Bien, ¿y vos?

Curiosa comarca

Parecía yo estar en una curiosa comarca. Parecía digo porque flotaba entre los que allí habitaban, sin que ellos advirtiesen mi presencia, y podía acercarme cuanto quisiera a ellos sin que se inmutasen. Curiosa era porque los alrededores y las personas parecían un único ser vivo, y mutaban juntos de acuerdo con los acontecimientos, y el ánimo, y recordaban a la Vida misma.

Cuando llegué, era un pueblito pequeño con unas pocas casas blancas, lindas, limpias, organizadas en torno a una plaza central. En ella se concentraban los habitantes formando un círculo, al que decidí acercarme. En el centro del mismo había una joven. Alta, delgada y con unos ojos y un cabello más negros que la noche, guardaba una belleza inalcanzable. Y ella hablaba a los demás, y los demás escuchaban embelesados como ella contaba que iba a traer al pueblo un habitante más. Y ellos aplaudieron, y yo no pude evitar, sin saber porque, unirme al aplauso. Y, gradualmente, la ciudad se fue transformando. Los bosques que la circundaban se fueron volviendo selva, y la fuentecita de la plaza central fue bañada por una enorme catarata, y los pájaros enloquecieron en chillidos, y los mosquitos pulularon, y los monos, y los demás animales. Y los habitantes de aquel lugarejo se volvieron gordos y alegres, y festejaron cada día, y siempre había música. Y la futura madre se paseaba, más linda que nunca, luciendo su panza, que cada vez se veía más grande, con enorme orgullo.

Y llegó el día del parto y unas nubes nublaron el cielo en el momento en que comenzaron los dolores. Y pasaban las horas y la selva parecía morir, y ya no había más catarata, y los habitantes se volvían oscuros y arrugaban la frente. La plaza central se volvió un frío galpón de paredes metálicas con una única puerta, y no había más casas, y los alrededores recordaban al desierto. En el galpón se congregaban los desgraciados, formando un círculo. En el centro estaba la misma joven, pero diferente. Su cara había perdido la gracia, y era el espejo de la desdicha, y sus ojeras llamaban tanto la atención que uno no lograba apreciar sus ojos, ya sin brillo. A su lado yacía un pequeño ser, de pelo negro que parecía brotar hasta de su frente, y con unos enormes, blancos, fríos colmillos saliendo de su deforme boca. Y los demás las miraban torvamente, y hablaban por lo bajo, y ya no aplaudían. Pasaban las horas, y todos seguían allí, y aquella joven comenzó a mostrar abiertamente su desprecio por aquella criatura, así que la alejaba de sí, y no la miraba siquiera. Y fue cuando parecía que todos aquellos morían que la pequeña dio un salto, y clavó sus colmillos, desgarrándolo, en el abdomen de su madre.

Y me desperté sobresaltado a prender una luz, temiendo que, en un instante, aquel engendro saltase sobre mí.